Arturo Yep, fallecido un mes de octubre como el que acaba de pasar, era el nombre del padrastro de mi papá. Mi papá lo quería mucho, pero no como se puede llegar a querer a un padrastro excepcional, sino como se ama o idolatra a un padre biológico, y lo amaba tanto así, que cuando yo nací, mi padre me puso Arturo, como el abuelo.
Cada verano, durante las vacaciones escolares, desde que yo recuerdo, mis padres y yo viajábamos ocho horas al norte de Lima para visitar a mis abuelos. Mi niñez no hubiera podido ser tan feliz sin esos viajes al norte. Me divertía mucho jugando en la casa rural que tenía mi abuelo, pero no todo era juego y diversión. También aprendía algo nuevo en cada viaje. En una de esas visitas, por ejemplo, aprendí a hacer ladrillos de adobe mirando al abuelo. Sin embargo, lo que me hubiese encantado aprender es a cocinar como Yep. Deben saber que mi abuelo era chino y cocinaba comida china con sorprendente destreza y excelente sabor. Los almuerzos los preparaba mi abuela, que hacía muy rica comida criolla, pero -perdón, abuelita- yo siempre me aseguraba de guardar estómago para la noche, que era el turno de cocinar del abuelo.
Debo contar también que el abuelo tenía una pequeña tienda donde vendía de todo ganando minucias o nada. Muchos en el humilde pueblito norteño donde vivía y trabajaba mi abuelo acudían a su tienda porque era el único que siempre estaba dispuesto a fiarles. Le compraban muchas cosas al fiado y luego, un día le pagaban la quinta parte de lo que le debían, y ese mismo día le compraban más, y ahora le debían más, y el abuelo, generoso, los abastecía de arroz, azúcar, jabón, útiles escolares, y de todas las cosas esenciales para que la gente de su pueblo no pasara hambre ni urgencias.
Así que don Arturo, título con el que todos reconocían la generosidad de mi abuelo, no es recordado eternamente por su excelencia en la comida china. Lo recuerdan principalmente por su excelencia como hombre de bien y la nobleza infinita de su corazón.
Llevo su nombre, pero no su nobleza. ¡Cómo desearía haber podido comprar el corazón de Arturo Yep! Él, de seguro, me lo habría fiado.