Todos los años en el mes de octubre, la American Translators Association (ATA), asociación a la que pertenezco, realiza una conferencia a la que asisten traductores de todo el país y de todo el mundo.  La conferencia de este año realizada en Miami fue, como siempre, entretenida y enriquecedora; colmada de un ambiente de camaradería que me hizo sentir muy relajado, pero tengo que revelar, plañideramente, que caminé mucho.

El miércoles no iba a asistir a ninguna de las sesiones de la conferencia, así que decidí salir del hotel donde se realizaba el evento a buscar un área donde pudiera hacer algunas compras, llevar algunos recuerdos, birlarme un pedazo de Miami.  Leí que Bay Side Marketplace era el lugar apropiado para estos menesteres. Me acerqué a uno de los aparcacoches del hotel y le pregunté si me podía llamar un taxi para ir a visitar este lugar.  No muy sorprendido, me dijo: “Chico, tú puedes caminar pa’ allá y llegas en 7 minutos, ¿para qué coño necesitas un taxi?”.  “Ah, bueno”, dije, y pensando que estaba cerca y viendo el día no muy nublado, decidí emprender la caminata, pero resultó que el dichoso Marketplace estaba más bien a unos 17 minutos de trote de ida y 17 más de venida.  En fin, hice de tripas corazón, caminé todas las cuadras necesarias, hice mis compras y terminé exhausto en mi cuarto, listo para una ducha y luego una siesta.

El jueves tuvimos las sesiones y, claro, ya sabía que iba a caminar todo el día, pero hubieron algunas sesiones que cambiaron de lugar a última hora, y terminé caminando más de la cuenta.  El viernes por la noche, cuando asistí a la reunión de la división de español de la ATA, la verdad es que ya estaba “paniqueado” por este asunto de caminar tanto, y estaba resuelto a sentarme, comer y no moverme de mi mesa.  Todo iba viento en popa hasta la bendita hora del sorteo.  Lo sé, no debería quejarme porque salí ganador de un libro, pero inútilmente hice señas a ver si me traían el premio a la mesa, pero no.  ¡Tuve que caminar!

Y si en los días anteriores las caminatas fueron hasta cierto punto imprescindibles y tolerables, el sábado sí caminé muy a regañadientes.  Fue a la hora de la recepción de cierre.  Estaba allí conversando con unos amigos, pero tenía puesta una camisa de manga larga que daba mucho calor, así que aspiré energía y entereza para caminar por medio hotel, subir al cuarto para darme una ducha veloz y regresar a la recepción con una camisa de manga corta, pero, ¡sorpresa!, me detuvieron en la puerta y me dijeron que no podía ingresar sin la credencial.  Traté de explicar que yo ya había estado allí, que mis amigos me estaban esperando y que a la hora de cambiarme olvidé ponerme la credencial, pero no pude convencer a la gendarme y tuve que volver a mi cuarto, ya a paso cansino, para retornar con la credencial en el cuello.  Todo para que, a mi regreso, descubriera que la señora de la puerta ya se había ido dejando a todos la entrada libre y a mí la sensación de ser un perfecto idiota.

El domingo, muchos de los asistentes a la conferencia vieron a un tipo en patinete en el hotel: ese era yo.